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07 abril 2018

Presentación de la carpeta "Paisajes de la tierra llana" de Manuel Sierra en la Fundación Segundo y Santiago Montes por Mª Antonia Salvador



PAISAJES DE LA TIERRA LLANA

DE MANUEL SIERRA

María Antonia Salvador


            Concibo este texto situada en el ojo del huracán, en el vórtice, inmóvil,  en el centro ordenado y silencioso en el que el artista, en absoluta soledad,  construye su obra  y la habita. Hace poco le he visitado por primera vez, tras esa larga amistad tanto tiempo construida, porque yo conozco a Manuel Sierra de aquellas lejanas experiencias en las que compartimos esperanzas, el miedo, la mirada distante, el  debate, la proximidad de la amistad imperecedera labrada en una época de combate, cuando éramos jóvenes, alegres, temerarios y felices: mil anécdotas que nos llevarían a un tiempo infinito en la distancia. Pero de aquellos tiempos pasados conservo, sobre todo, una imagen de joven abierto siempre alegre, fuerte, poderoso, con pelo negro, negro negrísimo, envuelto y comprometido en mil batallas. La amistad es intensa y misteriosa, puedes hablar durante horas sin haberte visto durante años, siempre es objeto de vivencias cálidas y estimulantes que nos alejan del sufrimiento y nos devuelven la alegría.
            En su casa, en esa casa habitada, laberíntica, irregular, la casa de los mil recuerdos, libros, carteles, cerámicas, platos, corales, cestas y cestillos, telas, cuero, madera, piedras, hierro, cobre, bronces y cuadros, carpetas, libretas, pinturas y pinceles. La casa de los mil viajes, de los miles de amigos. Una casa llena de vida, la de él y la de los otros.
            En la ventana, en torno a una infusión roja de hibisco, la tarde se nos fue en el horizonte. Manuel habla, mientras contemplas su obra y apenas tienes tiempo de observar y escuchar tantas cosas a la vez. La pintura, me dijo, es un oficio silencioso y solitario, pero yo desde esta ventana recorro el horizonte, distinto en cada estación, puedo oler la tempestad que se cierne sobre Babia, huelo y veo Babia, puedo ver el lobo que la recorre silencioso. Desde aquí observo el mundo, veo esa tierra en la distancia, las tierras remotas, las que conocemos de oídas. Libertad y aislamiento serán las recompensas del creador. Intuitivo y creador de un estilo propio único e inconfundible, nos rememora el paisaje que hemos habitado, nuestros paisajes cotidianos, de ese pasado nuestro,  de tantas incertidumbres  frente a la incertidumbre del destino. Esos en los que nos encontramos en el humano laberinto de uno mismo, en la realidad visible de lo que hemos sido.
            Cuando sales de Cabrillanes a los ocho años y solo vuelves en los veranos, añoras su olor, recuerdas a D. Fidel, mi primer maestro en Cabrillanes, me dice. Más tarde la llegada a Valladolid no fue fácil, la dureza de la ciudad hacía que a veces la añoranza del paisaje fuera dolorosa. Una vez, hace tiempo, me contó que cuando llegaba en tren a Babia, él salía corriendo y se rebozaba entre la hierba, la masticaba, saboreaba su olor y su sabor hasta muy dentro  para no perderlos. En Valladolid tiene un recuerdo casi amoroso hacia su profesor de dibujo del Instituto Zorrilla, Adrados,  que le contaba lo difícil que resultaba su calificación entre la belleza y el trazo firme de sus dibujos artísticos  y lo incompleto de los dibujos lineales. La otra forma, me señaló, de construir el espacio.
            Su obra es el reflejo de su carácter: culto, afable, divertido y fiel a la amistad. Frente a las ilusiones ya perdidas de un  mundo nuevo, se entregó al arte con disciplina, tenacidad  y constancia, poco a poco su obra entró en nuestras vidas  y nos condujo  a la  realidad  de nuestro paisaje  y de nuestras vivencias infantiles, a nuestros recuerdos  más queridos, a las sucesivas estaciones y sus frutos y ocupaciones a esos cuartos con lo imprescindible, la ventana la luz que penetra, si el pintor es diestro, la luz siempre desde la izquierda, o el viento que lleva las hojas de los arbustos flotando al interior del mirador, el libro, la camilla, la hoja en blanco, el cobertor, el chocolate, en fin pasamos así de lo débil y pasajero  de nuestra memoria a la imagen final de la obra de arte, en donde se mezcla la intuición y la visión  clara de nuestra mirada. Su obra nos familiariza con esa geografía emocional, descrita por Ilse Logie y Eduardo Martínez de Pisón. Es la memoria que condiciona el  presente y activa nuestros sueños infantiles, los ritos y los juegos de entonces, se aprecia el detalle, se disfruta y se comparte.
            En La Meditación y el arte de dibujar nos dice Wendy An  Greenhalg: “cuando dibujamos y miramos con atención plena  nos estamos encontrando con el mundo de una forma íntima que tal vez  no experimentamos  en ningún otro sitio. La conexión  que formamos con lo que estamos dibujando va más allá de las palabras y la mente pensante. Es la rotación de  los cuerpos en el espacio, una relación intuitiva  del  espíritu en la que empezamos a percibir  la naturaleza misma de las cosas  y cuando esto ocurre podemos ser ellas. Estar absorto en una actividad  es ser uno con el espacio con el que calmar  y acallar la mente”. Este texto me pareció el reflejo de Manuel Sierra en su taller: uno mismo con el paisaje. Y es que el artista tiene un mundo en su cabeza pues, como dice Adam Zagajewski, “solo en la belleza creada por otros hay consuelo”.
            Tengo en mi casa un  cuadro de un metro cuadrado de Manuel Sierra, de esos paisajes acuáticos y verdes de la Babia. Y este año, con la pertinaz sequía que hemos  sufrido y que personalmente tanto me afectaba, cada mañana, cuando contemplaba desde mi ventana la sequedad del aire, mis ojos se detenían en ese mundo acuático como único consuelo
            Con el tiempo poco a poco y desde su ventana decía Manolo: “la belleza de todo paisaje acaba por seducirte y conmoverte”. Esta frase me recordó dos lecturas. Una, la de La sombra del ciprés es alargada, en la que Miguel Delibes nos describe la llegada de su protagonista a la ciudad de Ávila, con la expresiva imagen: “me quedé perplejo, miraba cómo caía la nieve y la belleza excepcional de la ciudad muerta”. Y, otra, la de El jardín de los frailes, de Manuel Azaña, cuando se sincera al afirmar: “en la edad de las emociones bellas, me sobrecogió el paisaje“. Manolo alude a  esa Castilla  y su pan candeal, ya encetado, esa Castilla seca y árida es ahora para mí colosal: Soria, Valladolid, Zamora todo el paisaje, abandonado casi vacío que conserva aún las construcciones primigenias.
            Y, así, frente a los verdes, acuáticos y nevados paisajes de la Babia, comenzó Manuel a abrir esta carpeta  que estaba dormida, dormida,  me dijo,  a ras de suelo. Yo iba como quien mira sin ver hasta llegar al tesoro porque mientras mis ojos estaban acostumbrados a los verdes de sus montañas, a los tonos plateados de sus cielos fríos y acuosos, todo brillaba como el oro y mis ojos viajaban ya cerrados al pasado  de este paisaje seco, árido que tanto tiempo he habitado. Fue entonces cuando me invitó a presentaros hoy aquí esta obra nueva y dormida. Confieso que me estremecí. Recordé entonces las palabras de Tomás Salvador, poeta que también frecuenta esta casa, cuando escribió aquello de que “dormida, la pasión aguarda. La pasión es un don, el viento deshace las ramas, cultiva la pasión hasta que le salgan raíces poderosas al árbol de la vida”.
            Una pasión que transmiten los Paisajes de la Tierra Llana, formando tres paisajes sin figuras, en silencio, un silencio que es patrimonio de su obra. Y aquí estoy, incrédula, a este lado de la mesa, aunque mi sitio siempre estuvo al otro lado. Hoy éste es un riesgo hoy  deliberadamente asumido. Gracias, Manuel, por invitarme a presentar esta obra dormida; gracias, María, por acogernos  en esta sala, blanca, diáfana  en la que siempre recuerdo la mirada trasparente de Katy Montes – siete años ya de su partida -  y gracias a todos por venir, porque todos sabéis que en esta sala clara y limpia siempre se disfruta de la sensibilidad y la belleza. Decía Luis Borges que los objetos cotidianos duran más que nuestro olvido. Hoy la fascinación del dibujo ha derrotado al tiempo, porque el naufragio de nuestro mundo solo queda  en nuestra mirada remota. El mundo cambia y cuando nos queremos dar cuenta es otro y ese pasado solo se asienta en lo que ha sobrevivido.
            Tres paisajes sin figuras,  pensé, los paisajes de Manuel Sierra, pero en los que  podemos ver, si nos fijamos bien, la mano del hombre: el adobe,  la tierra trabajada, el cereal y la paja con la que construye sus casas y tejados, los surcos que se hunden  en la tierra, esa tierra oscura, casi negra, que es verde en primavera,  que amarillea con el trigo en sazón y se hace blanca con la helada, los pájaros que la sobrevuelan y esos pueblos de casas apiñadas. Son como el caparazón de un animal telúrico,  esos pueblos de casas agrupadas que no puedes distinguir si salen de la tierra o penetran en ella hasta confundirse con ella y desaparecer. Paisajes silenciosos y silenciados,  solo presentes en nosotros, constituyen la esfera temporal de nuestros recuerdos.
            Dormidas a ras de suelo, Paisajes de la Tierra Llana sostienen el paisaje en el aire, un viaje en el tiempo, un recorrido hacia nuestro pasado. Los espacios se hicieron planos, aunque matizados por las leves formas del paisaje, que le aportan su fisonomía inconfundible: páramos, cerros testigo, alcores, colinas, tesos,  motas, ataquines se cruzan con mis recuerdos. Unas líneas sencillas, pero pensadas, discurridas  sobre el plano, creando un horizonte infinito que habíamos perdido, por más que pervivan como la naturaleza de otros tiempos, sin rastrojos secos. Es ese paisaje nuestro sin valor, de la belleza añorada,  del verde a la belleza vivida, la belleza del surco enraizado en la tierra que doblega el desierto seco. Ese paisaje dibujado en el que vivimos tiempos difíciles, que nunca desaparecerán de nuestra memoria. Los contemplamos como una mirada silenciosa, que es en realidad un intento fallido  para volver  en el tiempo a nuestro mundo perdido para siempre y nunca olvidado.
            Esa luz cenital que cae pesada sobre el pueblo diminuto,  como a vista de pájaro, o el orgulloso y solitario palomar que ese sí, ese que emerge altivo entre los surcos. Esa luz de la siesta que dora el cielo, ese cielo dorado  nos trasmite su calor, su peso pesado sobre el paisaje solitario de la siesta. Pero, cuidado, mira bien  atento: es en  esta hora de la siesta cuando sale el topo, escondido en la oscuridad, el topo no sale al fresco de la noche. La noche en ese pueblo que se hunde en la tierra es fresca y ruidosa, en la oscuridad de la noche  pueden verte, pero en el calor dorado de la siesta, cuando el sol cae a plomo, nadie te verá. Es así como puedes comprobar que el paisaje  esta habitado de figuras  que esperan, que escuchan, salen y entran. Tú puedes verlo.
            En estos pueblos, redondos, sin sombra, escondidos entre los surcos sembrados y palomares, todo puede ocurrir, encuentros y despedidas, pueden merodear el lobo o la víbora  La figura nos mira, desde dentro del cuadro, escondida, invisible, pero está. La relación entre el interior y el exterior es difusa, pues el que ve, el que mira, también es visto. Los ojos también tienen tacto. Retornamos así a la materia de las cosas en busca de sentido. Ese paisaje, en fin, es la abstracción de lo visto, lo vivido, lo soñado lo recordado, lo recorrido y lo perdido. En ese paisaje en el que aún esperan agazapados y perdidos nuestros sueños.
            En el paisaje alguien se va quizás para siempre. O alguien está a punto de llegar y mirar frente al cielo, a este cielo de oro, pesado, caluroso y seco. y frente al frío cielo plateado del color del acero que recorre los cielos de las sierras y montañas verdes y húmedas. Los cielos cálidos, los bosques secos, los páramos sedientos, frente a la hierba  y el frescor de los árboles, los olores de la jara y el romero, del tomillo, de la lavanda  y la silueta de la encina seca.
            Limitado a los bordes, el artista nos muestra un paisaje infinito, tan infinito como nuestra mirada perdida en nuestra memoria, en la memoria de aquel pasado nuestro remoto, que se convierte en presente a cada instante. Son paisajes en soledad, durmientes, en suspensión, abiertos  y anchos, sin senderos ni veredas, sin mapas  en los que perdernos o encontrarnos. Es la belleza de lo sencillo, el paisaje inmóvil, la mirada de lo cotidiano. Concebido con talento, con sensibilidad, con sentido del tiempo y del espacio, y captado y reproducido fielmente por la pericia de José Luis Murcia y de Yolanda, cuya sintonía con el artista se muestra perfecta.
            Somos la última generación con recuerdos de una tierra abandonada, tenemos en nuestros recuerdos la eterna belleza del origen de esta tierra simple. La contemplación de estos paisajes nos lleva a la realidad de ese mundo vacío que se desvanece ante nosotros, de un paisaje que se desliza en el tiempo, perdido de nuestra memoria. Paisaje abandonado, solo, pero paisaje vivo en el recuerdo y en nuestra percepción del mundo que nos rodea. Desertores como somos de una tierra  baldía, somos dueños del silencio y el vacío que nos envuelve, sin preguntas, mudos. Dejó escrito Leonardo da Vinci: “y los ríos perderán sus aguas y la fructosa tierra no podrá impulsar ningún renuevo y no crecerá sobre los campos la inclinada belleza de la espiga”.
            Pero  hoy, LO NUESTRO, LO DE HOY ES EL ORO. Aquí lo tenéis. Que os lo explique el artista, porque, como dijo Alberto Ruy Sánchez, en su Noción del Arte, “creo fervientemente que toda forma es contenido”


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